—No comprendo por qué trataron de hacer recaer la culpa sobre John —observé—. Hubiera
sido mucho más fácil atribuir el crimen a Lawrence.
— Sí, pero eso fue pura casualidad. Todas las pruebas contra Lawrence surgieron
accidentalmente. En realidad, esto debe haber molestado bastante a los dos cómplices.
—Lawrence estuvo afortunado — observé pensativo.
—Sí. Ya habrá captado usted lo que había tras todo ello.
—No.
—¿No comprendió usted que creía a la señorita Cynthia culpable del crimen?
—¡No! —exclamé, atónito—. ¡Imposible!
—En absoluto. Yo mismo tuve la misma idea. La tenía en la cabeza cuando le hice al señor
Wells aquella pregunta sobre el testamento. Estaban, además, los polvos de bromuro que ella
había preparado, y lo bien que interpretaba los papeles masculinos, según nos contó Dorcas.
Realmente, era la más comprometida de todos.
—¡Poirot, usted bromea!
—No. ¿Quiere que le diga por qué el señor Lawrence se puso tan pálido cuando entró por
primera vez en la habitación de su madre la noche fatal? Porque mientras su madre yacía en su
cama, envenenada, vio que la puerta de la habitación de Cynthia tenía el cerrojo descorrido.
—¡Pero si declaró que estaba corrido! — exclamé.
—Exacto —dijo Poirot jocosamente—, Y fue precisamente eso lo que me /confirm/ió en mi idea
de que estaba descorrido. Estaba escudando a la señorita Cynthia.
—Pero ¿por qué tenía que escudarla?
—Por que estaba enamorado de ella.
Me reí.
—¡En eso sí que está usted equivocado, Poirot! Precisamente he tenido ocasión de enterarme
de que, no sólo no está enamorado de ella, sino que hasta la tenía antipatía.
—¿Quién le ha dicho a usted eso, amigo mío?
—La propia Cynthia.
—Pobre muchacha! ¿Y estaba disgustada?
—Dijo que no le importaba en absoluto.
—Entonces es seguro que le importa mucha —observó Poirot—. ¡Son así las mujeres!
—Me sorprende lo que dice usted de Lawrence — dije.
—¿Por qué? Está clarísimo. ¿No ponía el señor Lawrence cara de pocos amigos cada vez que
Cynthia hablaba y reía con su hermano? Se le había metido en su cabeza alargada la idea de que la
señorita Cynthia estaba enamorada del señor John. Cuando entró en la habitación de su madre y la
vio en aquel estado, sacó la conclusión de que la señorita Cynthia sabía algo de aquel asunto.
Desesperado, trituró la taza de café con el pie, recordando que ella había subido con su madre la
noche anterior, y decidió evitar que el contenido de la taza pudiera ser analizado. Desde entonces
se esforzó en sostener la teoría de la «muerte natural», inútilmente, como sabemos.
—¿Y qué me dice de la taza de café perdida?
—Estaba bastante seguro de que la había escondido la señora Cavendish, pero necesitaba la
seguridad absoluta. El señor Lawrence no supo lo que yo quería decir, pero dedujo que,
encontrando la taza perdida, la dama de sus pensamientos quedaría libre de sospechas. Y tenía
razón.
—Otra cosa. ¿Qué quiso decir la señora Inglethorp con sus últimas palabras?
—Eran, naturalmente, una acusación contra su marido.
—¡Vaya, Poirot; creo que lo ha explicado usted todo! —dije con un suspiro—. Me alegro de
que todo haya terminado bien. Hasta John y su mujer se han reconciliado.
—Gracias a mí.
—¿Cómo gracias a usted?