Pero esta noche sintió una inquietud en su espíritu al oír la voz… aquella voz que parecía de
ultratumba, al decir la verdad.
¿Había adoptado una actitud adecuada?
¿Sus labios se habían estremecido?
¿Supo expresar su indignación y su disgusto… o le traicionó su confusión, su culpabilidad?
¡Qué asunto más embarazoso!
Seguramente ninguno de los invitados tomó en serio esta acusación. La voz había proferido toda
clase de enormidades, a cual más inverosímil.
Por ejemplo, ¿no había reprochado a aquella encantadora joven el haber ahogado a un niño?
¡Disparates! ¡Un monomaniaco que sentía el placer de acusar a los demás a troche y moche!
Emily Brent, la sobrina de su viejo compañero de armas, Tom Brent, estaba acusada, como él,
de homicidio. Saltaba a la vista que esta mujer era una persona piadosa, siempre metida en la iglesia.
¡Qué asunto más estrafalario! ¡Una verdadera locura!
El general se preguntaba cuándo podría abandonar la isla del Negro. Mañana, seguramente,
cuando la canoa automóvil llegara a la costa…
¡Bravo…! En ese preciso momento no deseaba sino salir de aquella isla… abandonar la casa con
todos sus disgustos. Por la ventana abierta le llegaba el ruido de las olas rompiendo en el acantilado,
más fuerte ahora que al caer la tarde. Ahora paulatinamente se levantaba el viento.
El general pensaba:
«Ruido monótono… paisaje apacible… La ventaja de una isla consiste en la imposibilidad que
tiene el viajero de ir más lejos… parece haber llegado al fin del mundo…»
De repente diose cuenta de que no deseaba más que alejarse de aquella isla.
Tendida en su cama, con sus ojazos abiertos, Vera Claythorne miraba fijamente al techo.
Asustada por la oscuridad, no apagó la luz.
Pensaba:
«Hugo… Hugo… ¿Por qué está tan cerca de mí esta noche? ¿Dónde está ahora? No lo sé. Jamás
lo sabré; ¡desapareció de mi vida tan bruscamente!»
¿A qué remover recuerdos? Hugo absorbía todos sus pensamientos. Soñaba siempre con él; no
le olvidaría jamás.
Cornualles… las rocas negras… la arena tan fina… La buena señora Hamilton… el pequeño
Ciryl que la cogía de la mano lloriqueando.
«Quiero nadar hasta las rocas, miss Claythorne. ¿Por qué no me deja ir hasta allá?»
Cada vez que levantaba los ojos veía a Hugo que la miraba.
Por la noche, cuando el niño dormía, Hugo le rogaba que saliese con él.
«Miss Claythorne, venga, daremos un paseo.»
«Si usted quiere…»
El paseo clásico por la playa… a la luz de la luna… el aire templado del Atlántico. Hugo la
cogía por la cintura.
«La quiero, Vera. ¡Si usted supiese cuánto la quiero! —Ella lo sabía, o al menos creía saberlo—.
No me atrevo a pedir su mano… no tengo dinero, sólo el justo para ir mal viviendo. Sin embargo,
durante tres meses tuve la esperanza de llegar a ser rico. Ciryl no había nacido, tres meses después de
la muerte de su padre. Si hubiese sido una niña…»
Si hubiese sido una niña, siguiendo la ley inglesa, Hugo hubiese heredado el título y el dinero.
Tuvo una gran decepción.
«Es cierto que no me hacía muchas ilusiones; usted ya sabe que la vida es cuestión de suerte…
Ciryl es un niño encantador, a quien yo quiero mucho.»
Esto era la pura verdad. Hugo adoraba al niño y se prestaba a todos los caprichos de su sobrino.
En su alma noble no podía albergar el odio.
Ciryl era de constitución débil, canijo, sin resistencia alguna; seguramente no llegaría a viejo.
Entonces, ¿por qué…?
«Miss Claythorne, ¿por qué me prohíbe que nade hasta la roca?»
Siempre esta perpetua cuestión exasperante…
«Está muy lejos, Ciryl.»
«Ande, déjeme…»
Vera saltó de la cama, sacó del cajón del tocador tres tabletas de aspirina y se las tomó.
Pensaba: «Si tuviese un soporífero enérgico. Terminaría con esta vida miserable tomándome una
fuerte dosis. Podría ser veronal… o cualquier droga similar… pero no cianuro.»
Se estremeció al pensar en la cara descompuesta de Anthony Marston.
Al pasar por delante de la chimenea miró el cuadro de metal con los versos de la popular
canción.
Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Y se dijo:
«¡Es horroroso! Exactamente lo que ha pasado esta noche.»
¿Por qué Anthony Marston se suicidó?
Vera no pensaba en hacerlo. Rechazaba de su mente la idea de su muerte. ¡Morir… estaba bien
para los demás!