Tomamos el té alegremente y ayudamos a Cynthia a fregar los cacharros. Acabábamos de
guardar la última cucharilla cuando se oyó un golpe en la puerta. Súbitamente, los rostros de
Cynthia y Nibs se endurecieron, adquiriendo una expresión antipática.
— Pase — dijo Cynthia, en tono profesional. Apareció una joven enfermera de aspecto
asustado, que entregó a Nibs una botella. Éste, a su vez, se la dio a Cynthia, diciendo
enigmáticamente:
—Yo no estoy aquí, hoy.
Cynthia cogió la botella y la examinó con la severidad de un juez.
—Tenían que haberla traído esta mañana.
—La enfermera lo siente mucho. Se olvidó.
—La enfermera debería haber leído las instrucciones que hay en la puerta.
Por la expresión de la enfermerita comprendí que no había la menor probabilidad de que se
atreviera a transmitir el mensaje a la temible «enfermera».
—De modo que ya no se puede hacer nada hasta mañana — concluyó Cynthia. —¿No sería
posible hacerlo esta noche?
—Estamos muy ocupados, pero si hay tiempo se hará — dijo Cynthia, condescendiente.
La pequeña enfermera se retiró y Cynthia cogió un frasco del estante, llenó la botella y la
colocó en la mesa. Me reí.
—¿Manteniendo la disciplina?
—Eso es. Venga al balcón. Desde allí se ven todos los pabellones.
Seguí a Cynthia y a su amigo, quienes me señalaron las diferentes salas. Lawrence se quedó
atrás, pero al cabo de unos segundos Cynthia se volvió y le dijo que se reuniera con nosotros.
Entonces miró su reloj de pulsera.
—¿No nos queda nada que hacer, Nibs?
—No.
—Muy bien. Entonces cerraremos y nos vamos. Aquella tarde había visto a Lawrence bajo un
aspecto totalmente distinto. Comparado con John, era extraordinariamente difícil llegar a
conocerlo. Era opuesto a su hermano en casi todo. Sin embargo, había cierto encanto en su modo
de ser y me pareció que, conociéndolo bien, podría tomársele gran afecto. Por regla general, su
actitud respecto a Cynthia era algo cohibida, y ella, por su parte, se sentía tímida en su presencia.
Pero aquella tarde estaban los dos muy alegres y charlaban como un par de chiquillos.
Cuando cruzábamos el pueblo, recordé que necesitaba unos sellos y, por consiguiente, nos
detuvimos ante la oficina de correos.
Al salir de esta oficina, tropecé con un hombrecillo que entraba. Me hice a un lado, ofreciendo
mis excusas, cuando de pronto, con una exclamación, me estrechó entre sus brazos y me besó
calurosamente.
—¡Mi amigo Hastings! —exclamó—. ¡Pero si es mi amigo Hastings!
—¡Poirot! — exclamé.
Me volví a explicar a mis amigos, que seguían en el tílburi:
—Cynthia, es un encuentro realmente agradable para mí. Mi viejo amigo monsieur Poirot, a
quien no había visto desde hace años. Ya comprenderá mi alegría ante tal encuentro.
—Pero si ya lo conocemos —dijo Cynthia, alegremente—. Y no tenía la menor idea de que
fuera amigo suyo.
—Es cierto —dijo Poirot seriamente—. Conozco a la señorita Cynthia. Si estoy aquí es gracias
a la bondadosa señora Inglethorp. Sí, amigo mío, ha ofrecido hospitalidad a siete refugiados de mi
país. Nosotros, los belgas, le estamos eternamente agradecidos.