John cruzó el cuarto y encendió el gas. Volviéndose hacia Annie, una de las doncellas, la
mandó al salón a buscar coñac. Entonces se acercó a su madre, mientras yo descorría el cerrojo de
la puerta del pasillo.
Me volví hacia Lawrence para sugerirle que era mejor que yo les dejara, ya que mis servicios
no eran necesarios, pero las palabras se helaron en mis labios. Nunca había visto a un hombre con
semejante expresión de terror. Estaba blanco como la nieve: la vela que sostenía en su mano
temblaba y la cera caía en la alfombra, y sus ojos, petrificados por el pánico o algún sentimiento
similar, miraban fijamente a algún punto de la pared. Seguí instintivamente la dirección de su
mirada, pero no pude ver allí nada extraordinario. Sólo las brasas que chisporroteaban débilmente
en la chimenea y la hilera de figuritas en la repisa, pero ni unas ni otras justificaban aquel terror.
Parecía que la violencia del ataque de la señora Inglethorp iba cediendo. Ya podía hablar tan
sólo con sonidos entrecortados.
—Estoy mejor... Vino tan de pronto... qué estúpida he sido... encerrándome...
Una sombra se proyectó en la cama, volví la cabeza y vi a Mary Canvendish de pie, cerca de la
puerta, sosteniendo con un brazo a Cynthia, que parecía completamente aturdida. Tenía el rostro
congestionado y bostezaba repetidamente.
—La pobre Cynthia está muy asustada — dijo Mary Cavendish en voz baja y clara.
Mary llevaba puesta su bata blanca de trabajo. Debía de ser más tarde de lo que había pensado.
Un pálido rayo de luz atravesaba las cortinas de las ventanas y el reloj de la chimenea señalaba
cerca de las cinco.
Un grito estrangulado me sobresaltó. El dolor atenazaba de nuevo a la infortunada señora. Las
convulsiones eran de tal violencia que el presenciarlas constituía una verdadera prueba. Reinaba la
mayor confusión. Nos amontonábamos a su alrededor, incapaces de ayudarla o aliviarla. Una
última convulsión la levantó de la cama, y luego pareció descansar sobre la cabeza y los tobillos,
con el cuerpo arqueado del modo más extraordinario. Mary y John trataban en vano de darle a
beber coñac. Los minutos iban pasando. De nuevo se arqueó su cuerpo extrañamente.
En aquel momento el doctor Bauerstein se abrió paso autoritariamente a través de la
habitación. Durante unos segundos permaneció inmóvil contemplando a la señora Inglethorp, y
entonces ésta gritó con voz ahogada, los ojos fijos en el doctor:
—¡Alfred! ¡Alfred!
Y cayó inmóvil sobre las almohadas. El doctor se acercó vivamente al lecho, y, cogiendo los
brazos de la señora Inglethorp, los zarandeó enérgicamente, aplicándole la respiración artificial.
Dio unas cuantas órdenes rápidas a los sirvientes. Un imperioso movimiento de su mano nos llevó
a todos a la puerta. Le contemplábamos fascinados, aunque creo que en el fondo de nuestros
corazones todos sabíamos que era ya demasiado tarde para conseguir nada. Por la expresión de su
rostro comprendí que él tampoco tenía esperanzas.
Por último abandonó su tarea, moviendo la cabeza gravemente. En aquel momento oímos unos
pasos que se acercaban y entró atropelladamente el médico de cabecera de la señora Inglethorp,
doctor Wilkins, un hombre rollizo e inquieto.
En pocas palabras el doctor Bauerstein explicó que pasaba casualmente por delante de la verja
cuando el coche salía en busca del doctor Wilkins, y había acudido lo más aprisa posible. Señaló a
la figura de la cama con un vago gesto que hizo con la mano.
—Muy triste, muy triste —murmuró el doctor Wilkins—. ¡Pobre señora! Siempre quería hacer
demasiadas cosas, demasiadas, contra mi consejo... Yo se lo advertí. Su corazón estaba muy débil.
«Calma, calma», le dije. Pero no, su amor por las buenas obras era demasiado grande. La
naturaleza se rebeló, la naturaleza se rebeló.
El doctor Bauerstein observaba con atención a su colega.