—Supongamos —sugirió Poirot— que, sin saberlo usted, hubiera otorgado otro testamento en
favor de alguien que no fuera de la familia, digamos, en favor de la señorita Howard, por ejemplo,
¿le sorprendería a usted?
—En absoluto.
—¡Ah! — Poirot parecía haber agotado sus preguntas. Me acerqué a él, mientras John y el
abogado discutían sobre la conveniencia de revisar los papeles de la señora Inglethorp.
—¿Cree usted que la señora Inglethorp hizo un testamento dejando todo su dinero a la señorita
Howard? — pregunté en voz baja, con cierta curiosidad. Poirot sonrió.
—No.
—Entonces, ¿por qué lo preguntó usted?
—¡Silencio!
John Cavendish se había vuelto hacia Poirot para preguntarle:
—¿Viene con nosotros, monsieur Poirot? Vamos a revisar los papeles de mi madre. El señor
Inglethorp está dispuesto a confiarnos esa tarea al señor Wells y a mí.
— Lo que simplifica mucho las cosas — murmuró el abogado —, ya que legalmente, por
supuesto, estaba autorizado a... No terminó la frase.
— Miraremos primero en el escritorio del boudoir —explicó John—, y después subiremos a su
cuarto. Tenemos que revisar minuciosamente una caja de documentos de color morado donde
guardaba sus papeles más importantes.
—Sí —dijo el abogado—, es muy posible que haya en la caja un testamento posterior al que
yo tengo.
—Hay un testamento posterior.
— Fue Poirot quien habló.
John y el abogado miraron a Poirot, sobresaltados.
—¿Qué?
—Mejor dicho —siguió mi amigo, sin perder su calma—, lo había.
—Qué quiere usted decir con eso de lo había? ¿Dónde está ahora?
—Quemado.
—¿Quemado?
—Sí. Miren esto.
Mostró el fragmento chamuscado que había encontrado en el hogar de la chimenea del cuarto
de la señora Inglethorp y se lo entregó al abogado, explicándole brevemente dónde y cuándo lo
había encontrado.
—Puede ser que fuera un testamento antiguo.
—No lo creo. En realidad, estoy casi seguro de que ha sido redactado ayer tarde.
—¿Qué? ¡Imposible! — saltaron a una los dos hombres. Poirot se dirigió a John.
—Si me permite usted que mande a buscar a su jardinero, se lo demostraré.
—Claro que sí, pero no veo... Poirot alzó una mano.
—Haga lo que le digo. Después formulará cuantas preguntas desee.
—Muy bien.
—Tocó un timbre y Dorcas se presentó sin tardar.
—Dorcas, ¿quiere decirle a Manning que venga, que tengo que hablarle?
—Sí, señor.
Dorcas se retiró.
Esperamos en un silencio lleno de tirantez. Sólo Poirot parecía estar completamente a sus
anchas y quitó el polvo de una esquina olvidada del librero.
Las pisadas en la arena de una botas claveteadas anunciaron la proximidad de Manning. John
consultó a Poirot con la mirada y éste asintió con la cabeza.
—Entre, Manning, quiero hablarle —dijo John. Manning entró despacio y titubeando a través
de la puerta-ventana, quedándose tan cerca de ella como le fue posible. Tenía la gorra en la mano
y la daba vueltas y más vueltas sin cesar. Se encorvaba mucho, aunque probablemente no era tan
viejo como parecía, y sus ojos, vivos e inteligentes, contradecían sus palabras, lentas y cautelosas.
—Manning —dijo John—, este señor va a hacerle unas preguntas y yo quiero que usted le
conteste.