—Ya sé lo que pasa —le afeó ella—. Habéis estado escuchando a los médicos. ¿Qué saben
ellos? Nada, o lo bastante para hacerlos peligrosos. Lo sé bien; mi padre era médico. Ese Wilkins
es el tonto más redomado que me encontré en mi vida. ¡Ataque al corazón! ¡Qué se va a esperar
que diga ése! Cualquiera que no esté loco vería en seguida que su marido la ha envenenado.
Siempre he dicho que acabaría asesinándola en su propia cama. ¡Alma mía! Ya lo ha hecho. Y
todo lo que se os ocurre decir es que si ataque al corazón, que si la indagatoria... Debías estar
avergonzado, John Cavendish.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó John, sin poder reprimir una débil sonrisa—. Déjalo ya,
Evie, no puedo arrastrarlo a la estación de policía agarrado por el pescuezo como si fuera un perro.
—Bueno, tienes que hacer algo. Descubrir cómo lo hizo. Es un tipo muy astuto. Juraría que
usó papeles de matar moscas. Pregunta a la cocinera si le falta alguno.
Comprendí que albergar bajo el mismo techo a la señorita Howard y a Alfred Inglethorp y
mantener la paz entre ellos iba a ser tarea de romanos y no envidié a John. Pude ver por la
expresión de su rostro que se daba cuenta de lo difícil de la situación. Por de pronto, trató de
salvarse con la retirada y salió del cuarto precipitadamente.
Dorcas trajo el té recién hecho. Cuando se marchó, Poirot se acercó desde la ventana donde
había permanecido todo el tiempo y se sentó, mirando a la señorita Howard.
—Señorita —dijo gravemente—, quisiera hacerle una pregunta.
—Adelante — dijo ésta, mirándole con cierta animosidad.
—Quisiera poder contar con su ayuda,
—Le ayudaré con gusto a colgar a Alfred —replicó, ceñuda—. Aunque la horca es demasiado
buena para él. Debería ser arrastrado y descuartizado, como en los buenos tiempos.
—Entonces, estamos de acuerdo —dijo Poirot—, porque yo también quiero colgar al criminal.
—¿A Alfred Inglethorp?
—A él o a quien sea.
—No puede ser otro. La pobre Emily no fue asesinada hasta que él vino. No digo que no
estuviera rodeada de tiburones, lo estaba. Pero lo único que hacían era vigilar su pulso. Su vida no
estaba en peligro. Pero viene el señor Alfred Inglethorp y en dos meses, ¡jumba!
—Créame, señorita Howard —dijo Poirot muy seriamente—: si el señor Inglethorp es el
hombre que buscamos, no se me escapará. Palabra de honor que haré que lo cuelguen en lo más
alto.
––Eso es otra cosa — dijo la señorita Howard con más entusiasmo.
—Pero tengo que pedirle que confíe en mí. Su ayuda puede serme muy útil. Y le diré por qué:
porque de todos los de la casa, sus ojos son los únicos que han llorado.
La señorita Howard pestañeó y su voz brusca sonó algo distinta.
—Si lo que quiere usted decir es que la quería, sí, es cierto, la quería. ¿Sabe usted? Emily era
una vieja egoísta a su modo. Era muy generosa, pero siempre quería su recompensa. Nunca dejaba
a las personas olvidar lo que había hecho por ellas, y por eso no se hizo querer. No creo que se
diera cuenta de esto, o echara de menos el cariño; al menos, así lo espero. Mi posición era muy
distinta. Supe ocupar mi puesto desde el primer momento. «Le cuesto a usted tantas libras al año.
Muy bien pero ni un penique más ni un par de guantes, ni una entrada al teatro.» Ella no lo
comprendió. Algunas veces se ofendía mucho. Decía que yo era estúpidamente orgullosa. No era
eso. Era algo que no puedo explicar. De todos modos, pude mantener mi propia estimación. Y por
eso, estando fuera de la pandilla, fui la única que pudo permitirse el lujo de quererla. Yo la
custodiaba, la guardaba de todos ellos. Y entonces aparece un granuja con mucha labia y, ¡hala!,
todos mis años de devoción perdidos. Poirot asintió, comprensivo.