Capítulo 8 - Nuevas sospechas
Todos nos quedamos mudos por la estupefacción. Japp, el menos sorprendido, fue el primero en
hablar.
—¡Palabra que es usted estupendo! —exclamó—. ¿Y no hay error posible, señor Poirot?
Supongo que sus testigos son de fiar?
—Desde luego. He preparado una lista con sus nombres y direcciones. Puede usted hablar con
ellos, naturalmente pero lo encontrará todo en regla.
— Estoy seguro de ello. — Japp bajó la voz —. Le estoy muy agradecido. En buena nos
hubiéramos metido arrestándole.
—Se volvió a Inglethorp—. Usted me perdonará, señor, pero ¿por qué no dijo todo esto en la
investigación?
—Yo se lo diré —interrumpió Poirot—. Corría cierto rumor...
—Un rumor ruin y falso a todas luces — interrumpió Alfred Inglethorp con voz agitada.
— Y el señor Inglethorp deseaba fervientemente que no se promoviera ningún escándalo,
precisamente ahora, ¿no es cierto?
—Exacto —asintió Inglethorp—. Ya comprenderá usted que, estando mi pobre Emily aún sin
enterrar, quería evitar a toda costa que circularan esos falsos rumores.
—De usted para mí, señor —observó Japp—, yo hubiera preferido cualquier clase de rumores
a ser arrestado por asesinato. Y me atrevo a pensar que su pobre esposa hubiera pensado lo mismo.
Y lo cierto es que, de no ser por el señor Poirot, le hubiéramos arrestado como dos y dos son
cuatro.
—Obré estúpidamente, lo reconozco —murmuró Inglethorp—; pero usted no sabe, inspector,
de qué modo he sido perseguido y calumniado.
Y lanzó a la señorita Howard una mirada de resentimiento.
—Ahora, señor —dijo Japp volviéndose vivamente hacia John—, me gustaría ver el cuarto de
la señora y después tener una breve conversación con los criados. No se moleste usted por mí; el
señor Poirot me enseñará el camino.
Cuando salían todos del cuarto. Poirot me hizo seña de que le siguiera escaleras arriba. Luego
me cogió por el brazo y me llevó aparte.
—Rápido, vaya a la otra ala del edificio. Quédese allí, en este lado de la puerta giratoria. No se
mueva hasta que yo vuelva.
Entonces, dando rápidamente media vuelta, se reunió a los dos detectives.
Seguí sus instrucciones, ocupando mi posición junto a la puerta giratoria y preguntándome qué
habría detrás de todo aquello. ¿Por qué tenía que hacer guardia precisamente en aquel lugar? Miré
a lo largo del corredor, meditando. Una idea me asaltó. Con excepción del cuarto de Cynthia
Murdoch, todas las habitaciones estaban en el ala izquierda. ¿Tendría algo que ver eso con mi
presencia allí?
¿Tendría que dar cuenta de las entradas y salidas? Seguí en mi puesto, fielmente. Pasaron los
minutos. Nadie se presentó. No ocurrió nada.
Habrían pasado lo menos veinte minutos antes de que Poirot apareciera.
—¿No se ha movido usted de aquí?
—No, aquí me estuve, firme como una roca. Y nada ha ocurrido.
—¡Ah! —¿Estaría satisfecho o desilusionado?— ¿No ha visto usted nada en absoluto ?
—No.
—Pero sí habrá oído algo, un topetazo ¿no, amigo mío?
—No.
—¿Es posible? Ah, pues estoy muy irritado conmigo mismo. No suelo ser tan torpe. Hice un
pequeño movimiento con la mano izquierda — ya conozco los pequeños movimientos de las
manos de Poirot— y tiré la mesa que está junto a la cama.
Su irritación era tan pueril y estaba tan alicaído que me apresuré a consolarle.