—No se disguste, hombre. ¿Qué importancia tiene eso? Su triunfo de hace un rato le ha
excitado. Se lo aseguro, fue una sorpresa para todos nosotros. En ese enredo de Inglethorp con la
señora Raikes debe de haber más de lo que pensábamos, para que se negara a hablar con tanta
obstinación. ¿Qué va usted a hacer ahora? ¿Dónde están los de Scotland Yard?
—Bajaron a interrogar a los sirvientes. Les he enseñado todas las pruebas que hemos reunido.
Estoy desilusionado de Japp. ¡Carece de método!
—¡Vaya! —dije, mirando por la ventana—. Ahí está el doctor Bauerstein. Creo que tiene usted
razón respecto a ese hombre, Poirot. No me gusta.
—Es muy inteligente — observó Poirot, pensativo.
—Sí, inteligente como el mismo demonio. La verdad es que disfruté el martes, viéndole en
aquella facha. ¡No puede usted imaginarse qué cuadro! Y le describí la aventura del doctor. —
¡Parecía un espantapájaros! Cubierto de barro de la cabeza a los pies.
—Entonces, ¿usted lo vio?
— Sí. Claro que él no quería pasar acabábamos de cenar y estábamos en el salón; pero
Inglethorp insistió tanto que el doctor entró.
—¿Qué? —Poirot me cogió violentamente por los hombros—. ¿Qué el doctor Bauerstein ha
estado aquí el martes por la noche? ¿Aquí? ¿Y usted no me lo ha dicho? ¿Por qué no me lo ha
dicho usted? ¿Por qué? ¿Por qué? Parecía frenético.
—Querido Poirot —rebatí—. No creí que pudiera interesarle. No sabía que tuviera la menor
importancia.
—¿ importancia? ¡ Es importantísimo! ¡ Así que el doctor Bauerstein ha estado aquí el martes
por la noche, la noche del asesinato! Hastings, ¿es que usted no lo ve? ¡Esto lo cambia todo, todo!
Nunca le había visto tan trastornado. Me soltó y puso en pie mecánicamente un par de
candelabros, murmurando aún para sí mismo:
—Sí, lo cambia todo, todo.
De pronto, pareció tomar una decisión.
—Allons! —dijo—. Tenemos que actuar inmediatamente. ¿Dónde está el señor Cavendish?
John estaba en el salón de fumar. Poirot fue derecho hacia él.
—Señor Cavendish. Tengo algo importante que hacer en Tadminster. Una nueva pista. ¿Puedo
llevarme su coche?
—Desde luego. ¿Lo necesita inmediatamente?
—Sí, por favor.
John hizo sonar la campanilla y mandó sacar el coche. Diez minutos más tarde atravesábamos
a toda velocidad el parque y tomábamos la carretera de Tadminster.
—Bien, Poirot —observé con aire resignado—, ¿no quiere usted decirme a qué viene todo
esto?
—Amigo mío, una gran parte puede usted adivinarla. Naturalmente, usted comprenderá que,
ahora que el señor Inglethorp está fuera del asunto, toda la situación ha cambiado enteramente.
Tenemos que enfrentarnos con un problema enteramente distinto. Sabemos que hay una persona
que no compró el veneno. Hemos rechazado las pistas falsas. En cuanto a las verdaderas, he
descubierto que todos en la casa, con excepción de la señora Cavendish, que jugaba con usted al
tenis, pudo haberse hecho pasar por el señor Inglethorp el lunes por la tarde. Igualmente, tenemos
la declaración del señor Inglethorp de que dejó el café en el vestíbulo. Nadie se fijó mucho en esto
en la pesquisa, pero ahora adquiere un significado totalmente distinto. Tenemos que averiguar
quién llevó por fin el café a la señora Inglethorp y quién pasó por el vestíbulo mientras la taza
estaba allí. Según su relato, sólo hay dos personas de las que podamos decir con toda seguridad
que no se acercaron al café: la señora Cavendish y la señorita Cynthia. ¿No es eso?
—Sí, eso es.
Sentí que se me quitaba un peso del corazón. Mary Cavendish estaba completamente fuera de
sospecha.