—Liberando a Alfred Inglethorp —continuó Poirot—, he tenido que mostrar mi juego antes de
lo que pensaba,
Mientras parecía que yo le perseguía, el criminal se sentía a salvo. Ahora tendrá mucho más
cuidado. Sí, mucho más cuidado.
Se volvió bruscamente hacia mí.
— Dígame, Hastings, ¿no sospecha usted de nadie? Titubee. A decir verdad, una idea
descabellada me había pasado una o dos veces por la imaginación aquella mañana. Había querido
rechazarla por absurda, sin conseguirlo del todo.
—No puede llamarse sospecha —murmuré—. En realidad es una teoría.
—Vamos —me apremió Poirot, animándome—. No tenga miedo. Hable claramente. Hay que
tener en cuenta nuestros instintos.
—Bien —dije bruscamente—, es absurdo, pero... ¡sospecho que la señorita Howard no dijo
todo lo que sabe!
—¿La señorita Howard?
—Sí, ríase todo lo que quiera.
—De ningún modo. ¿Por qué había de reírme?
— No puedo menos de pensar — continué disparatando — que la hemos considerado
completamente libre de sospechas, por el simple hecho de haber estado fuera del lugar del crimen.
Pero después de todo, sólo estaba a quince millas de aquí. Un coche puede hacer ese recorrido en
media hora. ¿Podemos asegurar que no estaba en Styles la noche del crimen?
—Sí, amigo mío —dijo Poirot inesperadamente—. Podemos. Una de las primeras cosas que
hice fue el telefonear el hospital donde trabaja.
—¿Y qué?
—Me han dicho que la señorita Howard estuvo de guardia la tarde del martes y que, habiendo
llegado inesperadamente un convoy de heridos, se ofreció amablemente a quedarse por la noche,
oferta que fue aceptada con prontitud. Asunto liquidado.
. — ¡Oh! — dije perplejo. Y continué —: Realmente, lo que me hizo sospechar fue su
extraordinaria animosidad contra Inglethorp. No puedo menos de pensar que sería capaz de hacer
cualquier cosa por perjudicarle. Y se me ocurrió que quizá sepa algo de la destrucción del
testamento. Puede ser que haya destruido el nuevo, confundiéndolo con el anterior a favor de
Inglethorp. ¡Se ensaña tanto con él!
—¿Considera usted antinatural su animosidad?
—Sí. ¡Es tan violenta! Hasta me pregunto si estará en su sano juicio a ese respecto. Poirot
sacudió la cabeza con energía.
—No, no va usted por mal camino. No hay en la señorita Howard nada de degeneración o
debilidad mental. Es el resultado de la mezcla bien equilibrada de músculo y «beef» inglés. Es la
cordura personificada.
—Sin embargo, su odio hacia Inglethorp casi parece una manía. Mi idea, desde luego una idea
ridícula, era que había intentado envenenarle a él y que, por alguna razón, la señora Inglethorp
tomó el veneno equivocadamente. Pero no me explico cómo pudo hacerlo. Todo esto es absurdo y
ridículo hasta la exageración.
—Sin embargo, tiene usted razón en una cosa: debemos sospechar de todo el mundo hasta
poder probar lógicamente y a entera satisfacción que son inocentes. Ahora bien, ¿qué razones hay
para que la señorita Howard haya envenenado deliberadamente a la señora Inglethorp?
—¡Pero si le tenía gran afecto!
—¡Tá, tá! —exclamó Poirot con irritación—. Razona usted como un chiquillo. Si la señorita
Howard fuera capaz de envenenar a la anciana, sería igualmente capaz de simular afecto. No,
tenemos que seguir pensando. Tiene usted razón al suponer que su animosidad contra Alfred
Inglethorp es demasiado violenta para ser natural; pero la consecuencia que saca usted de ello es
completamente errónea. Yo he sacado las mías y creo no equivocarme pero no quiero hablar de
ello por ahora.