—Se detuvo de momento y luego prosiguió—: Ahora bien, según mi modo de pensar, hay una
objeción que hacer a la idea de que la señorita Howard sea la asesina.
—¿Cuál?
—Que la muerte de la señora Inglethorp no la beneficia en lo más mínimo. Y no hay asesinato
sin motivo. Reflexioné.
—¿No podía haber hecho la señora Inglethorp un testamento a su favor? Poirot negó con la
cabeza.
—Pues usted mismo sugirió la posibilidad al señor Wells. Poirot sonrió.
—Lo hice por una razón. No quise mencionar el nombre de la persona que tenía realmente en
la cabeza. La señora Howard ocupa una posición parecida a la de dicha persona. Por eso utilicé su
nombre.
—Con todo creo que la señora Inglethorp puede haber hecho eso. Aquel testamento de la tarde
de su muerte puede...
Poirot negó con la cabeza tan enérgicamente que me detuve.
—No, amigo mío. Tengo ciertas pequeñas ideas propias acerca de ese testamento. Pero sólo
puedo decirle esto: no era en favor de la señorita Howard.
Acepté su afirmación, aunque realmente no comprendí cómo estar tan seguro de ello.
—Bueno —dije con un suspiro—, absolvemos a la señorita Howard. En parte, es culpa suya el
que yo haya llegado a sospechar de ella. Lo que usted dijo acerca de su declaración en la pesquisa
puso en marcha mi imaginación. Poirot pareció desconcertado.
—¿Qué es lo que yo dije de su declaración en la indagatoria?
—¿No lo recuerda? Fue cuando yo hice. Notar que ella y John Cavendish estaban por encima
de toda sospecha.
—¡Ah, sí! —Parecía un poco confuso, pero se recobró pronto—. Por cierto, Hastings, me
gustaría que me hiciera usted un favor. —Desde luego, ¿qué es?
—La próxima vez que se encuentre usted a solas con Lawrence Cavendish, quiero que le diga
esto: «Tengo un mensaje de Poirot para ti.» Dice: «Encuentre la taza de café perdida y podrá
dormir en paz.» Nada más y nada menos.
—«Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz.» ¿Es así? — pregunté,
desconcertado. —Excelente. —Pero, qué quiere decir?
—¡Ah! Eso le dejaré a usted que lo descubra sólo. Usted conoce los hechos. Dígale eso a
Lawrence y vea la que dice.
—Muy bien, pero esto es muy misterioso. Entrábamos en el pueblo y Poirot condujo el coche
al laboratorio.
Poirot saltó a tierra con viveza y entró en el edificio. Minutos más tarde estaba de vuelta. —
Bueno —dijo—. Eso es todo.
—¿Qué fue usted a hacer ahí dentro? — pregunté, con viva curiosidad.
—He dejado algo para que lo analicen.
—Sí, ¿pero qué?
—Una muestra del chocolate que cogí del cazo que estaba en la habitación.
—¡Pero si ya ha sido analizado! —exclamé, estupefacto—. El doctor Bauerstein lo hizo
analizar y usted mismo se rió ante la posibilidad de que hubiera estricnina en él.
—Ya sé que el doctor Bauerstein lo mandó analizar — replicó Poirot tranquilamente. —¿Y
entonces?
—Nada, que se me ha ocurrido que lo analicen de nuevo.
Y ya no pude sacar de él otra palabra sobre el asunto. El proceder de Poirot respecto al
chocolate me dejó perplejo. Todo aquello me parecía sin pies ni cabeza. Sin embargo, mi
confianza en él, que parecía haber disminuido en los últimos tiempos, se había acrecentado ante su
reciente triunfo, cuando demostró la inocencia de Alfred Inglethorp.
El funeral de la señora Inglethorp se celebró el día siguiente. El lunes bajé tarde a desayunar y
John me llevó aparte para informarme de que el señor Inglethorp se marchaba aquella mañana,
estableciéndose en el hotel del pueblo mientras trazaba sus planes para el futuro.