—Y realmente, Hastings, es un alivio pensar que se marcha —continuó mi amigo—. La
situación no era agradable cuando todos pensábamos que lo había cometido él, que me emplumen
si no es mucho peor ahora, después de haberle tratado tan duramente. Porque la verdad sé que lo
hemos tratado de un modo abominable. Claro que todo estaba contra él. No creo que nadie pueda
censurarnos por pensar lo que hemos pensado. Sin embargo, no hay que darle vueltas, estábamos
equivocados. Y la idea de darle satisfacciones a un individuo que sigue disgustándonos
profundamente no tiene nada de agradable. ¡Es una situación horrible! Le agradezco que haya
tenido la delicadeza de quitarse de en medio. Afortunadamente, Styles no era de mi madre. No
podría soportar la idea de que ese tipo fuera el amo de todo esto. Él se quedará con el dinero.
—¿Podrás sostener bien la casa?
—¡Ah, sí! Hay que pagar los derechos reales, como es natural, pero la mitad del dinero de mi
padre está vinculado a la casa y Lawrence seguirá con nosotros por el momento, de modo que
también está su parte. Pasaremos algunos apuros, al principio. Ya te he dicho que yo mismo estoy
en un atolladero. Pero los acreedores esperarán ahora sin apresurarse.
Satisfechos ante la próxima marcha de Inglethorp, nuestro desayuno fue el más animado desde
la tragedia. Cynthia volvía a ser la muchacha encantadora de siempre, animada y vivaz, y todos,
con excepción de Lawrence, que continuaba sombrío y nervioso, estábamos plácidamente alegres
ante la visión de un futuro nuevo y risueño.
Los periódicos, naturalmente, traían amplia información de la tragedia. Deslumbrantes
titulares, biografías intercaladas de cada miembro de la familia, insinuaciones sutiles y el conocido
estribillo «la policía tiene una pista». No se nos escatimó nada. Era un período de tranquilidad. La
guerra estaba momentáneamente en un punto muerto y los periódicos se agarraban con avidez a
este crimen del gran mundo. «El misterioso caso de Styles» era el tópico del día.
Naturalmente, esto resultaba irritante para los Cavendish. Los periodistas asediaban
constantemente la casa y, aunque se les negó terminantemente la entrada, continuaban paseándose
por el pueblo y los campos próximos a Styles, con la máquina fotográfica preparada para coger
desprevenido a algún miembro de la familia. Vivíamos en un torbellino de publicidad. Los
hombres de Scotland Yard iban y venían, examinándolo todo, haciendo preguntas, con ojos de
lince, pero refrenando la lengua. No sabíamos qué fin perseguían. ¿Tenían alguna pista o quedaría
todo como un crimen más sin aclarar?
Después del desayuno, Dorcas se me acercó con mucho misterio y me preguntó, casi en voz
baja, si podía hablar unas palabras conmigo.
—Desde luego, ¿de qué se trata, Dorcas?
—Bien, señor, no es más que esto. ¿Va usted a ver hoy al caballero belga? Yo asentí.
—Bien, señor. ¿Recuerda usted aquella pregunta tan rara que me hizo sobre si la señora o
alguien de la casa tenía un traje verde?
—Sí, sí. ¿Es que ha encontrado usted uno?
— Mi interes se había despertado.
—No, eso no, señor. Pero después he recordado lo que los señoritos —John y Lawrence eran
todavía «los señoritos» para Dorcas— llaman «el arca de los disfraces». Está en el desván, señor.
Es un gran cofre, lleno de ropas viejas, trajes de carnaval y cosas por el estilo. Y se me ocurrió de
pronto que podía ser que hubiera allí un traje verde. De modo que si quiere usted decírselo al
caballero belga...