—Se lo diré, Dorcas — prometí.
—Muchas gracias, señor. Es un caballero muy agradable, señor. Y muy distinto de los dos
detectives de Londres, que andan por ahí espiando y haciendo preguntas. Por regla general no me
gustan los extranjeros. Pero por lo que dicen los periódicos, esos valientes belgas no son como los
demás extranjeros, y desde luego él es un caballero que habla con mucha educación.
¡Querida Dorcas! Allí, de pie, con el honrado rostro levantado hacia mí, era prototipo de la
criada antigua, especie que está desapareciendo tan rápidamente.
Me pareció que sería mejor bajar al pueblo inmediatamente para ver a Poirot, pero me lo
encontré a mitad del camino en dirección a la casa, y le di el mensaje de Dorcas.
—¡Ah!, la buena de Dorcas. Miraremos el arca, aunque... pero no importa, la examinaremos de
todos modos.
Entramos en la casa por una de las puertas ventanas. No había nadie en el vestíbulo y subimos
directamente al desván.
En efecto, allí estaba el cofre, un elegante mueble antiguo, tachonado de clavos de bronce y
lleno hasta desbordar de ropas de todas clases imaginables.
Poirot lo amontonó todo en el suelo, sin ninguna ceremonia. Había una o dos prendas verdes
de diferentes tonalidades; pero Poirot meneó la cabeza al verlas. Parecía rebuscar con apatía, como
si no esperara gran cosa de su trabajo. De pronto profirió una exclamación.
—¿Qué pasa?
—¡Mire!
El arca estaba casi vacía y allí en el fondo, había una magnífica barba negra.
—Ochó! —clamó Poirot—. Ochó! —Cogió la barba y le dio muchas vueltas, examinándola
atentamente—. Nueva —observó—. Sí, completamente nueva.
Después de titubear un momento, volvió a colocarla en el cofre, amontonó encima, como
estaban antes, todas las demás cosas, y bajó rápidamente la escalera. Se fue directamente al office,
donde encontramos a Dorcas, muy atareada limpiando la plata.
Poirot le dio los buenos días con áulica cortesía y continuó:
— Hemos estado mirando ese cofre, Dorcas. Le estoy muy agradecido por haberlo
mencionado. Verdaderamente tienen ustedes allí una buena colección de cosas. ¿Y usan todo eso
con frecuencia?
—Bueno, señor, no con mucha frecuencia en estos tiempos, aunque de tarde en tarde tenemos
lo que los señoritos llaman una «noche de disfraces». Y algunas veces es muy divertido, señor. El
señorito Lawrence, ¡es maravilloso, de lo más cómico! No se me olvidará la noche en que bajó
vestido como el Sha de Persia, o algo así, dijo él, una especie de rey oriental. Llevaba un gran
cuchillo de papel en la mano y me dijo: «¡Mucho cuidado, Dorcas, tiene usted que ser muy
respetuosa! ¡Con esta cimitarra le cortaré la cabeza si me disgusta!» La señorita Cynthia era lo que
llaman un apache, o algo por el estilo; me pareció que era como un bandido a la francesa. ¡Había
que verla! Parece mentira que una señorita tan guapa como ella se hubiera convertido en
semejante bandolero. Nadie le hubiera reconocido.
—Deben de haber resultado muy divertidas todas esas fiestas —dijo Poirot en tono afable—;
¿y el señor Lawrence se pondría esa hermosa barba negra que hay en el cofre del desván cuando
se vistió de Sha de Persia?
—Llevaba la barba, señor —replicó Dorcas sonriendo—. Bien que me acuerdo, porque me
cogió dos madejas de la lana negra de mi labor para hacerla. Y le aseguro que de lejos parecía
natural. No sabía que hubiera una barba arriba. Han debido traerla hace poco. Sé que había una
peluca roja, pero ninguna otra cosa de pelo. Generalmente se tiznaban con corchos quemados,
aunque es muy sucio y muy difícil de quitar. La señorita Cynthia se disfrazó una vez de negro y
¡qué trabajo le costó!
—De modo que Dorcas no sabe nada de la barba negra — musitó Poirot, pensativo cuando
volvíamos de nuevo vestíbulo.