Le conté cómo se había excitado Poirot al saber que el doctor Bauerstein había estado en
Styles la noche fatal, y añadí:
—Dijo dos veces: «Esto lo cambia todo.» Y he estado pensando sobre ello. Ya sabes que
Inglethorp dijo que había dejado el café en el vestíbulo, y fue precisamente entonces cuando llegó
Bauerstein. ¿No pudo el doctor echar algo en el café al pasar, cuando cruzó el vestíbulo? ¿No lo
encuentras verosímil?
—¡Hum! —dijo John—. Hubiera sido muy arriesgado.
—Sí, pero es posible.
—Y además, ¿cómo iba a saber él que era el café de mi madre? No, chico, no creo que eso
pueda tomarse en consideración. Pero recordé otra cosa aún.
—Tienes razón. No fue así cómo lo hizo. Escucha. Y le conté que Poirot había mandado
analizar la muestra del chocolate. John me interrumpió.
—¡Pero si Bauerstein ya lo había analizado!
––Claro, claro, precisamente. ¿No lo entiendes? Bauerstein lo había mandado analizar, eso es.
Si es Bauerstein el asesino, nada más fácil para él que sustituir la muestra del chocolate de tu
madre por otro normal y mandarlo analizar. Naturalmente, ¡no se encontró estricnina! Pero a nadie
más que a Poirot se le ocurriría sospechar de Bauerstein y llevar al laboratorio otra muestra de
chocolate — añadí con agradecimiento tardío.
—Sí, pero el chocolate no disimula el sabor amargo de la estricnina.
— Sólo lo sabemos porque él lo dijo. Está considerado como uno de los más célebres
toxicólogos. —¿Uno de los más célebres qué? Repítelo.
—Es una persona muy entendida en venenos —expliqué—. Bueno, mi idea es que quizá ha
encontrado el modo de preparar estricnina insípida. O puede que ni siquiera fuera estricnina, sino
alguna droga desconocida de la que nadie ha oído hablar y que produce los mismos efectos.
—¡Hum! Sí, eso puede ser —dijo John—. Pero escucha, ¿cómo pudo acercarse al chocolate?
No estaría en el piso de abajo...
—No, no estaba — admití de mala gana. Y de pronto una posibilidad espantosa pasó por mi
imaginación. Deseé con toda mi alma que a John no se le hubiera ocurrido también. Le miré de
reojo. Fruncía el ceño, perplejo, y respiré aliviado, porque el terrible pensamiento que había
pasado por mi imaginación era éste: el doctor Bauerstein podía tener un cómplice.
Pero no podía ser cierto. Una mujer tan hermosa como Mary Cavendish no podía ser una
asesina. Sin embargo, había habido envenenadoras muy hermosas.
Y súbitamente recordé la conversación que habíamos sostenido el día de mi llegada, a la hora
del té, y el brillo de sus ojos al decir que el veneno era un arma femenina. ¡Qué agitada estaba en
la noche de aquel martes fatal! ¿Habría descubierto la señora Inglethorp algo entre ella y
Bauerstein y la amenazaría con decírselo a su marido? ¿Se habría cometido el crimen para evitar la
denuncia?
Recordé aquella conversación tan enigmática entre Poirot y la señorita Howard. ¿Sería eso lo
que querían decir, la monstruosa posibilidad que Emily se esforzara en no creer?
Sí, todo parecía encajar. No era extraño que la señorita Howard hubiera querido ocultar el
asunto. Entonces comprendí aquella frase suya que no terminó: «La misma Emily...» E
interiormente estuve de acuerdo con ella. ¿No hubiera preferido la señora Inglethorp que su
muerte quedara impune antes de ver deshonrado el nombre de los Cavendish?