Pero, después de una pausa, añadió:
—Bien mirado, no me sorprende. Recuerde que sólo estamos a cuatro millas de la costa.
—¿La costa? —preguntó desconcertado—. ¿Qué tiene eso que ver?
Poirot se encogió de hombros.
—Está clarísimo.
—Para mí no. Debo de ser muy tonto, pero no veo la relación que puede tener la proximidad
de la costa con el asesinato de la señora Inglethorp.
—Ninguna en absoluto —replicó Poirot sonriendo—. Pero estamos hablando de la detención
del doctor Bauerstein.
—Pero está detenido por el asesinato de la señora Inglethorp...
— ¿Cómo? — exclamó Poirot, al parecer completamente estupefacto —. ¿Que el doctor
Bauerstein está detenido precisamente por el asesinato de la señora Inglethorp? ¿Está usted
seguro?
—Claro.
—¡Imposible! ¡Qué absurdo! ¿Quién le ha dicho eso, amigo mío?
—Como decir, no me lo ha dicho nadie —confesé—; pero está detenido.
—¡Ah, sí, desde luego! Pero fue por espionaje, mi pobre amigo.
—¿Espionaje? — balbucí.
—Exactamente.
—¿No está detenido por el asesinato de la señora Inglethorp?
— No, a menos que nuestro amigo Japp haya perdido la cabeza — replicó Poirot
tranquilamente
—Pero... ¡pero si yo creía que usted también pensaba lo mismo...!
Poirot me dirigió una mirada compasiva. Evidentemente, la idea le parecía absurda.
—¿Quiere usted decir —pregunté, adaptándome lentamente a la nueva situación— que el
doctor Bauerstein es un espía?
Poirot asintió.
—¿No lo sospechaba usted?
—Ni me pasó por la cabeza.
—¿No le pareció extraño que el famoso médico de Londres viniera a enterrarse en un pueblo
como éste y tuviera la costumbre de vagabundear por ahí a altas horas de la noche?
—No —confesé—, nunca pensé en semejante cosa.
— Desde luego, es alemán de nacimiento — reflexionó Poirot —, aunque ha ejercido su
profesión durante tanto tiempo en este país que nadie diría que no es inglés. Se naturalizó hace
unos quince años. Un hombre muy inteligente. Judío, naturalmente.
—¡El muy canalla!
—Nada de canalla al contrario, es una patriota. Piense en lo que arriesga. Personalmente, yo le
admiro.
Pero yo pude considerar el hecho con el mismo sentido filosófico que Poirot.
— ¡Pensar que la señora Cavendish se ha paseado por todo el país con ese hombre! —
exclamé, indignado.
—Sí. Supongo que a él le resultaría muy útil esa amistad. Mientras se murmuraba acerca de
ellos, cualquier otra extravagancia del doctor pasaría inadvertida.
— Entonces, ¿usted cree que nunca estuvo sinceramente interesado por ella? — pregunté
ansiosa-mente, quizá demasiado ansiosamente, dadas las circunstancias.
— Eso no puedo saberlo, como es natural pero ¿quiere que le dé mi opinión personal,
Hastings?
—Sí.
—Ahí va: a la señora Cavendish ni le importa ni le ha importado nunca un bledo el doctor
Bauerstein.