Con una prolongada exclamación de éxtasis, Poirot me condujo al saloncito de madame,
—Ya ve usted, no debemos buscar las pruebasen el exterior la razón debe ser suficiente. Pero
la carne es débil y es consolador comprobar que se va por un buen camino. ¡Ay, amigo mío, soy
como un gigante renovado! ¡Corro! ¡Salto!
Y efectivamente, corrió y saltó, y de una cabriola se plantó en el césped que se extendía
delante de la ventana.
—¿Qué es lo que está haciendo su notable amigo? — preguntó una voz detrás de mí. Me volví
y encontré a Mary Cavendish.
Sonreímos los dos.
—¿Qué ocurre? — preguntó.
—Realmente, no puedo decírselo. Hizo una pregunta a Dorcas relacionada con un timbre y tan
encantado quedó por la respuesta que se porta como usted está viendo.
Mary se rió.
—¡Qué ridículo! Está cruzando la verja. ¿Es que no vuelve hoy?
—No lo sé. Ya no trato de adivinar cuál será su siguiente locura.
—Hastings, está completamente loco, ¿verdad?
—Honradamente, no lo sé. A veces creo que está loco de atar y de pronto, cuando su locura
llega al máximo, encuentro que hay método en ella.
—Comprendo.
A pesar de sus risas, Mary parecía pensativa aquella mañana, casi triste.
Se me ocurrió que quizá fuera una buena oportunidad de tratar con ella del asunto de Cynthia.
Creo que empecé con mucho tacto, pero no había llegado muy lejos cuando me detuvo
autoritariamente.
—Ya sé que es usted un excelente abogado, señor Hastings, pero en este caso está usted
desperdiciando su talento. Cynthia no corre el menor peligro de encontrar animosidad por mi
parte.
Empecé a decirle, tartamudeando lamentablemente, que no quería que pensara que... Pero de
nuevo me interrumpió y sus palabras fueron tan inesperadas que Cynthia y sus problemas casi
desaparecieron de mi imaginación.
—Señor Hastings —dijo—, ¿cree usted que mi marido y yo somos felices juntos?
Me quedé completamente sorprendido y murmuré que no era yo quién para pensar esas cosas.
—Bueno —dijo ella quedamente—; de todos modos le voy a decir por qué no somos felices.
No dije nada, porque comprendí que no había terminado.
Empezó a hablar lentamente, paseándose por la habitación, con la cabeza algo inclinada y
balanceando suavemente al andar su figura esbelta y flexible. Se detuvo de pronto y me mimó.
—Usted no sabe nada acerca de mí, ¿verdad? —preguntó—. ¿No sabe de dónde vengo, lo que
era antes de casarme con John en fin; nada? Pues bien, se lo voy a decir. Haré de usted mi
confesor. Usted es bueno, según creo... sí, estoy segura de que es usted bueno.
Yo no estaba muy satisfecho, que digamos. Recordé que Cynthia había empezado sus
confidencias de un modo muy parecido. Además, un confesor debe ser de edad mediana, no es el
papel adecuado para un hombre joven.
—Mi padre era inglés —dijo la señora Cavendish—, pero mi madre era rusa.
—¡Ah! —dije—. Ahora comprendo...
—¿Qué es lo que comprende?
—Algo que hay en usted, algo distinto, exótico.
—Creo que mi madre era muy hermosa. No sé, porque no la he conocido. Murió cuando yo
era muy pequeña. Creo que hubo alguna tragedia en relación con su muerte, tomó por error una
dosis de una medicina para dormir, o algo así. Como quiera que sea, mi padre se quedó con el
corazón destrozado. Poco después, entró en el Servicio Consular. Donde quiera que iba, yo le
acompañaba. A los veintitrés años ya había recorrido yo casi todo el mundo. Era una vida
maravillosa, me encantaba.