Sonrió, levantando la cabeza. Parecía estar viviendo aquel pasado feliz.
—Pero murió mi padre, dejándome en muy mala situación. Tuve que irme a vivir con unas tías
ancianas al Yorkshire.
—Se estremeció—. Comprenderá usted que era una vida odiosa para una chica educada como
yo lo había sido. Casi me volvió loca aquella estrechez de horizontes, aquella espantosa
monotonía.
— Se detuvo un segundo y continuó, cambiando el tono —: Y entonces conocí a John
Cavendish.
—Siga usted.
—Ya supondrá usted que, desde el punto de vista de mis tías, era un buen matrimonio para mí.
Pero le aseguro que no fue eso lo que me decidió. No, era sencillamente un modo de escapar de la
insoportable monotonía de mi vida.
No hice comentario alguno, y después de un momento continuó:
—No me interprete mal. He sido muy leal con él. Le dije, y era verdad, que me gustaba
mucho, que esperaba que llegara a gustarme más, pero que no estaba lo que se dice «enamorada»
de él. Me contestó que con eso ya se conformaba y... nos casamos.
Esperó largo rato, con el entrecejo un poco fruncido. Parecía estar revisando cuidadosamente
aquellos días.
—Creo... estoy segura, de que al principio me quería. Pero debíamos ser incompatibles. Casi
inmediatamente nos distanciamos por completo. No es una idea agradable para mi orgullo, pero la
verdad es que se cansó muy pronto de mí.
Debí hacer algún movimiento de protesta, porque continuó rápidamente:
—Sí, se cansó de mí. No es que esto tenga ahora ninguna importancia, ahora que vamos a
separarnos.
—¿Qué quiere usted decir? Mary contestó quedamente:
—Quiero decir que me marcho de Styles.
—¿Es que no van a vivir ustedes aquí?
—John puede vivir aquí si quiere, pero yo no.
—¿Va usted a dejarle?
—Sí.
—¿Pero, por qué?
Sobrevino una larga pausa y al fin dijo:
—Quizá... ¡porque quiero ser libre!
Comprendí lo que la palabra libertad significaba para una persona del temperamento de Mary
Cavendish. Oyéndola hablar, me pareció adivinar su auténtico ser, orgulloso, salvaje, tan inmune a
la civilización como los tímidos pájaros de las montañas, y tuve como una visión de espacios
abiertos, de tierras vírgenes, de sendas que nunca habían sido holladas. Un pequeño grito se
escapó de sus labios.
—Usted no sabe, no puede saber cómo me he sentido encarcelada en este lugar tan odioso.
—Comprendo —dije— pero no se precipite.
—¡Que no me precipite! — exclamó, burlándose de mi prudencia.
Y de pronto dije algo por lo que merecería me arrancaran la lengua:
—¿Sabe usted que el doctor Bauerstein ha sido detenido?
Su rostro se cubrió de una máscara de frialdad que borró de él toda expresión.