—John ha sido tan amable que me lo ha dicho esta mañana.
—¿Y qué opina usted? — pregunté débilmente.
—¿De qué?
—Del arresto.
—¿Qué quiere usted que opine? Al parecer, es un espía alemán, según le dijo el jardinero a
John.
Su rostro y su voz permanecieron fríos e inexpresivos. ¿Le afectaría o no la noticia? Se acercó
a los floreros y los tocó con el dedo.
—Estas flores están marchitas. Tengo que poner otras. Por favor, señor Hastings, déjeme
pasar... Gracias.
Me hice a un lado y salió, sin apresurarse, por la puerta ventana, haciéndome un frío gesto de
despedida.
—No era seguro que no le interesaba el doctor Bauerstein. Ninguna mujer podría representar
su papel con aquella indiferencia helada.
Poirot no compareció a la mañana siguiente y los policías de Scotland Yard tampoco dieron
señales de vida.
Pero a la hora del almuerzo se nos presentó una nueva prueba, aunque negativa. Habíamos
tratado en vano de seguir la pista de la cuarta carta que la señora Inglethorp había escrito la víspera
de su muerte. Al no obtener resultado, abandonamos el asunto, con la esperanza de que algún día
se aclararía todo. Y esto fue exactamente lo que ocurrió En el segundo reparto se recibió una
comunicación de una firma francesa de editores musicales, acusando recibo de un cheque de la
señora Inglethorp y lamentando no haberle podido conseguir unas series de canciones folklóricas
rusas. De este modo, perdimos la última esperanza de resolver el misterio por medio de la
correspondencia de la señora Inglethorp en la tarde final.
Poco después del té bajé al pueblo a contarle a Poirot las últimas noticias, pero, con gran
contrariedad por mi parte, me encontré con que, una vez más, estaba fuera.
—¿Ha vuelto a ir a Londres?
—¡Oh, no, monsieur! Sólo ha ido en tren en Tadminster. A ver el dispensario de una señorita,
según dijo.
—¡Estúpido! —exclamé—. Si le dije que el miércoles era el único día que no estaba allí.
Bueno, ¿quiere usted decirle que vaya a vernos mañana por la mañana?
—Desde luego, monsieur»
Pero el día siguiente no hubo señales de Poirot. Empecé a enfadarme. Estaba tratándonos
desdeñosamente.
Después de almorzar, Lawrence me llevó aparte y me preguntó si iba a ver a Poirot.
—No, no lo creo. Puede venir aquí, si quiere vernos.
––¡Ah!
Lawrence pareció quedarse indeciso. Estaba tan nervioso y excitado que despertó mi
curiosidad.
—¿Qué pasa? —pregunté—. Puedo ir, si hay un motivo especial.
—No tiene mucha importancia, pero... bueno, si vas a verle, dile que —su voz se convirtió en
un susurro— creo que he encontrado la taza de café perdida... que tanto me recomendó.
Casi había olvidado el misterioso mensaje de Poirot y de nuevo se despertó mi curiosidad.
Lawrence no parecía dispuesto a decir nada más, de modo que decidí agachar la cabeza e ir a
buscar a Poirot.
Me recibieron con una sonrisa. El señor Poirot estaba arriba. ¿Quería subir? Por consiguiente,
subí.