—¿En qué día registró usted el cuarto del acusado?
—El martes veinticuatro de julio.
—¿Una semana exactamente después de la tragedia?
—Sí.
—Dice usted que encontró esos dos objetos en la cómoda. ¿Estaba abierto el cajón?
—Sí.
—¿No le parece a usted extraño que un hombre que ha cometido un crimen guarde las pruebas
de él en un cajón abierto, donde cualquiera puede encontrarlas?
—Pudo haberlas escondido allí precipitadamente.
—Pero acaba usted de decir que había transcurrido toda una semana desde el asesinato. Habría
tenido tiempo suficiente para sacarlas de allí y destruirlas.
—Quizá.
—Nada de quizá. ¿Tendría o no tendría tiempo suficiente para sacar de allí esos objetos y
destruirlos?
—Sí.
—Las prendas interiores bajo las que estaban escondidos los objetos, ¿eran ligeras o gruesas?
—Más bien gruesas.
—En otras palabras, se trataba de prendas de invierno. Era sumamente improbable que el
acusado fuera a tal cajón, ¿verdad?
—Quizá.
—Por favor, conteste a mi pregunta. ¿Era probable que el acusado, en la semana más calurosa
del verano, fuera al cajón donde guardaba ropa interior de invierno? ¿Sí o no?
––No
—En tal caso, ¿no es posible que los artículos en cuestión fueran puestos allí por una tercera
persona y que el acusado no conociera su presencia?
—No me parece probable.
—¿Pero es posible?
—Sí.
—Eso es todo.
Continuaron las declaraciones. Se declararon las dificultades pecuniarias en que se encontraba
el acusado a fines de julio, así como su enredo con la señora Raikes. ¡Pobre Mary, qué amargo
debió resultar a su gran orgullo el oír esto! Evelyn Howard había adivinado los hechos, aunque su
animadversión contra Alfred Inglethorp le había hecho concluir llevada por ese odio
incomprensible a que era éste el comprometido.
A continuación subió Lawrence Cavendish al estrado de los testigos. En voz baja, contestando
a las preguntas del señor Philips, negó haber encargado algo a la casa Parkson en junio. En
realidad, el 29 de junio estaba en Gales, pasando una temporada.
Inmediatamente, la barbilla de sir Ernest se adelantó belicosamente.
—¿Niega usted haber encargado a Parkson una barba negra el día 29 de junio?.
—Lo niego.
—¡Ah! En caso de que le ocurriera algo a su hermano, ¿quién heredaría a Styles Court?
La brutalidad de la pregunta hizo afluir la sangre al rostro pálido de Lawrence. El juez expresó
su desaprobación con un débil murmullo y el acusado, en el banquillo, se adelantó furioso.
Heavywether no se impresionó en absoluto por la furia de su cliente.
—Conteste a mi pregunta, por favor.
—Me figuro —dijo Lawrence serenamente— que lo heredaría yo. —¿Qué quiere decir usted
con eso de «me figuro»? Su hermano no tiene hijos. ¿Heredaría usted, sí o no?
—Sí.
—¡Ah, esto está mejor! —dijo Heavywether con alegría salvaje—. Y heredaría usted también
una buena cantidad de dinero, ¿no es así?
—Realmente, sir Ernest —protestó el juez—, esas preguntas son improcedentes.
Habiendo lanzado ya la insinuación, sir Ernest se inclinó ante el juez y continuó:
— El martes, 17 de julio, visitó usted, según, creo, con un invitado de Styies Court, el
dispensario del Hospital de la Cruz Roja de Tadminster, ¿no es cierto?
—Sí. —Cuando se quedó usted solo por unos segundos, ¿abrió usted el armario de los venenos
y examinó una de las botellas?
—Pue... puede ser que sí.
—¿Debo entender que lo hizo usted?
—Sí.