Sir Ernest lanzó la siguiente pregunta directamente:
—¿Examinó usted una botella en particular?
—No, no lo creo.
—Tenga usted cuidado, señor Cavendish. Me refiero una botella pequeña de hidrocloruro de
estricnina.
—No... estoy seguro que no.
—Entonces, ¿cómo explica usted que se hayan encontrado en la botella sus huellas dactilares?
El sistema empleado por sir Ernest para amedentrar a los testigos era especialmente eficaz con
un temperamento nervioso.
—Me... me figuro que lo habré agarrado.
—¡Yo también me lo figuro! ¿Sustrajo usted algo del contenido de la botella?
—Desde luego que no.
—Entonces, ¿Para qué la agarró usted?
—En otros tiempos ha estudiado Medicina. Naturalmente, esas cosas me interesan.
—¡Ah! De modo que los venenos, «naturalmente», le interesan, ¿no es cierto? Sin embargo,
esperó usted a encontrarse a solas para satisfacer su «interés».
—Eso fue pura casualidad. Si hubieran estado allí los demás hubiera hecho exactamente lo
mismo.
—Sin embargo, ¿dio la casualidad de que los demás no estaban presentes?
—Sí, pero...
—De hecho, durante toda la tarde, usted estuvo a solas durante un par de minutos y ¿dio la
casualidad, estoy diciendo «la casualidad», de que en esos dos minutos usted se entregó a su
«natural interés» por el hidrocloruro de estricnina?
—Bueno, yo... yo...
Con semblante expresivo y satisfecho, sir Ernest observó:
—No tengo nada más que preguntarle, señor Cavendish. El interrogatorio había causado gran
excitación en la sala. Las cabezas de muchas de las elegantes señoras presentes se hallaban muy
juntas y sus cuchicheos se hicieron tan ruidosos que el juez amenazó indignado con desalojar la
sala, si no se hacía silencio inmediatamente. No hubo mucho más que declarar. Los peritos en
caligrafía fueron llamados para que opinasen sobre la firma de «Alfred Inglethorp» en el libro de
registros de la farmacia. Declararon todos con unanimidad que no era la escritura de Inglethorp y
dijeron que según su punto de vista podía ser la del acusado desfigurada. Interrogados por la parte
contraria, admitieron que podía ser la del acusado hábilmente falsificada.
El discurso de sir Ernest al iniciar la defensa no fue larga, pero estaba respaldado por la fuerza
de su enérgica personalidad. Nunca, dijo, en el transcurso de su larga experiencia, se había
encontrado con una acusación de asesinato basada en pruebas tan poco convincentes. No sólo se
trataba de pruebas de indicios, sino que la mayor parte de ellas no estaban ni siquiera probadas.
Que los señores del jurado recordaran toda la declaración oída y la examinaran imparcialmente. La
estricnina había sido encontrada en un cajón del cuarto del acusado. El cajón no estaba cerrado,
como había señalado él con anterioridad, y alegó que no podía probarse que hubiera sido el
acusado el que había escondido allí el veneno. De hecho, se trataba de una tentativa ruin y
malvada por parte de una tercera persona de hacer recaer el crimen sobre el acusado. La acusación
había sido incapaz de mostrar la más insignificante prueba en apoyo de su pretensión de que no
fue el acusado quien encargó la barba negra a casa Parkson. La discusión que se cruzó entre el
acusado y su madrastra había sido abiertamente admitida, pero tanto esta discusión como sus
apuros económicos habían sido exagerados groseramente.