Su docto amigo sir Ernest inclinó la cabeza, con descuido, hacia el señor Philips—, había
manifes-tado que, de ser inocente, el acusado habría explicado en la encuesta que él y no el señor
Inglethorp, había disputado con la finada. Creía que los hechos habían sido tergiversados, pero lo
que en realidad había ocurrido era lo siguiente. Al volver el acusado a su casa el martes por la
tarde, supo por fuente autorizada que se había producido una violenta disputa entre el señor y la
señora Inglethorp. El acusado no había sospechado ni remotamente que su voz hubiera sido
confundida con la del señor Inglethorp. Como es natural, sacaría la conclusión de que su madrastra
había reñido con dos personas la misma tarde.
La acusación había asegurado que el lunes, 16 de julio, el acusado había entrado en la farmacia
del pueblo, caracterizado como el señor Inglethorp. El acusado, por el contrario, se hallaba en
aquel momento en un apartado lugar llamado Marton's Spinney, a donde había acudido citado por
una nota anónima, escrita en términos de chantaje, y en la que se amenazaba con revelar a su
esposa cierto asunto a menos que siguiera sus instrucciones. Por consiguiente, el acusado había
acudido al lugar de la cita y, después de esperar en vano durante media hora, había regresado a su
casa. Desgraciadamente, ni a la ida ni a la vuelta encontró a nadie que pudiera dar fe de su historia,
pero por fortuna conservaba la nota que sería presentada como prueba.
En cuanto a la destrucción del testamento, el acusado había practicado anteriormente en el foro
y sabía perfectamente que el testamento hecho en su favor el año anterior quedaba
automáticamente anulado con el nuevo matrimonio de su madrastra. Presentaría pruebas que
demostrarán quién fue la persona que realmente destruyó el testamento y era posible que con ello
el proceso adquiriera un aspecto totalmente distinto.
Por último, quería llamar la atención del jurado sobre el hecho de que existían pruebas contra
otras personas, además de John Cavendish. Por ejemplo, las pruebas contra Lawrence Cavendish
eran tan consistentes, por lo menos como las que había contra su hermano. Ahora llamaría al
acusado .
El acusado se mantuvo en actitud digna en la tribuna de los testigos. Llevado con habilidad por
sir Ernest, su declaración fue clara y verosímil. El anónimo fue presentado al jurado para su
examen. La prontitud con que admitió sus dificultades económicas y el desacuerdo con su
madrastra dio valor a sus negativas. Al final de su declaración se detuvo y dijo: —Quisiera dejar
bien sentado que desapruebo y rechazo enérgicamente las insinuaciones de sir Ernest con respecto
a mi hermano. Estoy seguro de que mi hermano no tiene más participación en el crimen quo yo
mismo.
Sir Ernest se limitó a sonreír. Su aguda mirada observó que la protesta de John había causado
una impresión muy favorable al jurado.
Entonces empezó el interrogatorio de la parte contraria.
—Creo haber oído decir que ni remotamente le pasó a usted por la cabeza el que los testigos de
las pesquisas hubieran podido confundir su voz con la del señor Inglethorp. ¿No le parece muy
extraño?
—No lo crea. Me dijeron que mi madre había disputado con el señor Inglethorp y no se me
ocurrió que no fuera así.
—¿Ni siquiera cuando la sirviente repitió algunos trozos de la conversación, que usted debió
haber reconocido?
—No los reconocí.
—¡Su memoria debe ser muy floja!
—No, pero los dos estábamos enfadados y creo que dijimos más de lo que pretendíamos. No
me fijé en las palabras exactas de mi madre.
El escéptico bufido del señor Philips fue un golpe maestro de habilidad. Luego pasó al tema
del anónimo.