Dirigí la vista al lugar donde estaba Mary y la vi muy pálida, pero sonriente.
—Me puse a razonar, basándome en esa suposición: la señora Cavendish está en el cuarto de
su madre política. Digamos que está buscando algo y que no lo ha encontrado todavía. De pronto,
la señora Inglethorp se despierta, presa de un paroxismo alarmante. Extiende un brazo, volcando la
mesa, y tira desesperadamente del cordón de la campanilla. La señora Cavendish, sobresaltada,
deja caer su vela, derramando la cera en la alfombra. Coge de nuevo la vela y se retira rápidamente
al cuarto de la señorita Cynthia, cerrando la puerta tras ella. Se precipita hacia el pasillo, porque
los criados no deben encontrarla donde está. ¡Pero es demasiado tarde! Ya se oía el eco de pisadas
a lo largo de la galería que une las dos alas de la casa. ¿Qué hacer? Rápida como el pensamiento,
vuelve al cuarto de la muchacha y empieza a sacudirla, para despertarla. Los habitantes de la casa,
levantados precipitadamente, acudían en tropel por el pasillo. Todos se pusieron a golpear la
puerta de la señora Inglethorp. A nadie se le ocurrió que la señora Cavendish no había llegado con
los demás, pero, y esto es muy significativo, no encontró a nadie que la viera llegar de la otra sala.
—Miró a Mary Cavendish—. ¿No es así, señora? Ella inclinó la cabeza.
—Sí, así es, señor. Ya comprenderá usted que si yo creyera hacerle algún bien a mi marido
revelando estos hechos, no hubiera vacilado en hacerlo. Pero me pareció que no influirían en su
culpabilidad o en su inocencia.
—En cierto sentido tiene usted razón, señora. Pero el conocer estos datos me permitió desechar
muchas interpretaciones falsas y ver otros hechos a la luz de la verdad.
— ¡El testamento! — exclamó Lawrence —. ¿Entonces fuiste tú, Mary, quien destruyó el
testamento?
Ella negó con la cabeza y lo mismo hizo Poirot.
— No — dijo ella suavemente —. Sólo hay una persona que pueda haber destruido ese
testamento: ¡la propia señora Inglethorp!
—¡Imposible! —exclamé—. ¡Acababa de redactarlo aquella misma tarde!
—Sin embargo, amigo mío, fue la señora Inglethorp. Porque de otro modo no puede explicarse
el que, en uno de los días más calurosos del año, la señora Inglethorp mandara encender el fuego
en su habitación.
Lancé un sonido inarticulado. ¡Qué idiotas habíamos sido al no darnos cuenta de que ese fuego
era absurdo!
Poirot continuaba:
—La temperatura de aquel día, señores, era de más de 26 grados a la sombra. Sin embargo, ¡la
señora Inglethorp mandó encender el fuego! ¿Por qué? Porque quería destruir algo y no se le
ocurrió nada mejor. Recodarán ustedes que, como consecuencia de las economías de guerra que se
practicaban en Styles, no se tiraba ningún papel. Por lo tanto, no había modo de destruir un
documento voluminoso, como es un testamento. En el momento en que supe que se había
encendido un fuego en la habitación de la señora Inglethorp, saqué la conclusión de que se había
destruido algún documento importante, posiblemente un testamento. Así que para mí, no fue una
sorpresa el descubrimiento en la chimenea del trozo de papel a medio quemar. Naturalmente, yo
entonces desconocía el hecho de que el testamento en cuestión había sido redactado aquella misma
tarde, y debo admitir que, cuando lo supe, caí en el error lamentable. Supuse que la decisión de la
señora Inglethorp de destruir el testamento era una consecuencia directa de la disputa que había
sostenido aquella tarde y que, por consiguiente, había tenido lugar después, y no antes de la
redacción del testamento.