—Entonces, ¿fue para encontrar la carta por lo que su marido forzó la cerradura de la caja de
documentos?
— Sí, y por el tremendo riesgo que corrió vemos que se daba perfecta cuenta de su
importancia. Con excepción de aquella carta, nada lo relacionaba con el crimen.
—Hay una cosa que no comprendo: ¿por qué no la destruyó en seguida que la tuvo en su
poder?
—Porque no se atrevió a correr el mayor riesgo de todos: conservarla en su persona.
—No comprendo.
—Considérelo desde su punto de vista. He descubierto que sólo tuvo cinco minutos durante los
cuales pudo coger la carta los cinco minutos inmediatamente anteriores a nuestra llegada a la
escena, porque antes, Annie estaba barriendo las escaleras, y hubiera visto a cualquiera que se
dirigiera a el ala derecha. ¡Figúrese usted la escena! Entra en la habitación, abriendo la puerta con
otra de las llaves, todas eran parecidas. Se precipita sobre la caja morada está cerrada y no en
cuentra las llaves. Es un golpe terrible para él, porque no puede ocultarse su presencia en el cuarto,
como esperaba. Pero comprende que hay que jugarse el todo por el todo, con tal de conseguir la
maldita prueba. Rápidamente, fuerza la cerradura con un cortaplumas y revuelve en los papeles,
hasta encontrar el que busca. Pero ahora se presenta un nuevo problema: no se atreve a guardar
consigo el papel. Puede ser visto al dejar la habitación, puede que lo registren. Si le encuentra el
papel encima, su perdición es segura. Probablemente, en este momento, oye al señor Wells y a
John que salen del boudoir. Tiene que actuar rápidamente. ¿Dónde podría esconder ese terrible
papel? El contenido del cesto de los papeles es conservado y, de todos modos, lo examinarán. No
hay medio de destruirlo y no se atreve a llevarlo encima. Mira a su alrededor y ve... ¿qué cree
usted que ve? Moví negativamente la cabeza.
—En un momento rompió la carta en tres tiras largas y las enrolló en la forma en se enrollan
las mechas, metiéndolas apresuradamente entre las otras mechas en el recipiente para ellas
colocado en la repisa. Lancé una exclamación.
—A nadie se le hubiera ocurrido mirar allí —continuó Poirot— y podía haber vuelto, sin
prisas, a destruir esta única prueba que existía contra él.
—Entonces, ¿estuvo todo el tiempo en el recipiente de las mechas del cuarto de la señora
Inglethorp, delante de nuestras narices? — exclamé.
Poirot asintió.
—Sí, amigo mío. Éste fue mi «último eslabón» y a usted le debo el afortunado descubrimiento.
—¿A mí?
—Sí. ¿Recuerda que me dijo que mis manos temblaban mientras ordenaba los objetos de la
repisa? —Sí, pero no veo...
— No, pero yo vi. Porque recordé que, aquella misma mañana, más temprano, cuando
estuvimos juntos en la habitación, había colocado ordenadamente los objetos de la repisa. Y
habiendo sido ordenados, no habría sido necesario ordenarlos nuevamente, a no ser que alguien
los hubiese tocado.
—¡Válgame Dios' —exclamé—. ¡De modo que ésa es la explicación de su extraña actitud!
¿Fue usted corriendo a Styles y todavía estaban allí en el mismo sitio?
—Si, y fue una carrera contra reloj.
—Pero todavía no comprendo cómo Inglethorp fue tan estúpido como para dejar allí la carta,
teniendo tantas oportunidades de destruirla.
—¡Ah, pero es que no pudo! De eso me encargué yo.
—Usted?
—Sí. ¿Recuerda que me censuró usted por haberme confiado a toda la servidumbre a ese
respecto? —Sí.
—Bien, amigo mío, sólo había una oportunidad. Yo no estabaseguro entonces de si Inglethorp
era el criminal o no; pero si lo era no podía llevar el papel encima, sino que lo habría escondido en
alguna parte, y, asegurándome la simpatía de la servidumbre, pude prevenir su destrucción.
Inglethorp era ya sospechoso, y dando publicidad al asunto conseguí la ayuda de unos diez
detectives aficionados, que le vigilarían sin cesar. Inglethorp, por su parte, sabiéndose observado,
no se atrevía a ir en busca del documento para destruirlo. De este modo, tuvo que abandonar la
casa dejando la carta en el recipiente de las mechas.